Mientras pergeñaba en un cuaderno las desoladoras notas sobre su vida cotidiana, marcada por la atrocidad de la guerra vitanda y el encierro,
Ana Frank jamás lo pensó. Los días en el
achterhuis transcurrían lentamente, y Kitty, como denominaba a su diario, acogía sus confidencias con la reserva y la circunspección propias de una hoja de papel. Pensar en ser famosa o, peor aún, tan famosa como llego a ser (en efecto, ella deseaba convertirse en escritora e incluso rehizo su diario a fin de que pudiera ser publicado) hubiera sido una chanza de mal gusto, una ilusa negación de la incertidumbre en la que se encontraba sumergida Holanda durante la ocupación nazi. Y, sin embargo, ocurrió. Tras la delación, el arresto y la muerte de la joven en un campo de concentración en Bergen-Belsen, el cuaderno fue entregado por Otto Frank, su padre, a una editorial holandesa. El resto es historia conocida. Hoy en día, el diario de Ana Frank es el fiel reflejo de una época, con millones de reproducciones vendidas en todo el mundo y traducido a un sinnúmero de lenguas.
Este acontecimiento, más allá de sus evidentes denotaciones morales, podría considerarse como el primer antecedente de un fenómeno mucho más reciente pero no menos asombroso. ¿Qué motivos conducen a una persona a escribir un diario y a otra -y esto es lo más importante- a leerlo? Los tiempos han cambiado vertiginosamente y la máquina ha sucedido para siempre a la entrañable pluma dentro de un tintero. Ya no son papeles de colores los que fungen de diarios, ni siquiera los libritos insufriblemente perfumados que las chicas solían llevar a la escuela, sino páginas electrónicas a las que puede acceder cualquier individuo en cualquier lugar del mundo en menos de lo que suena un clic (a menos que tu computadora tenga más virus que un baño de hospital público, como es mi caso). Al igual que el de Ana, muchos de estos ciberdiarios o
blogs han devenido tan populares, que sus autores han conseguido sus quince minutos de fama en medios, digamos, más masivos.
Huelga recorrer etimológica e históricamente la palabra
blog. Me limitaré a decir al respecto que proviene de un ingenioso retruécano gringo entre
web (=red) y
log (=un registro completamente escrito de un viaje, un periodo de tiempo o un suceso). Un gran sector de los hispanoparlantes más animosos ha optado por traducirlo como
bitácora, lo que resulta poco preciso si consideramos que esta palabra alude puntualmente a una "especie de armario, fijo a la cubierta e inmediato al timón, en que se pone la aguja de marear" (DRAE, 2001). El equivalente más idóneo sería
cuaderno de bitácora o, si quisieramos ser más rigurosos,
cibercuaderno de bitácora, pero ni yo sería tan purista. Llamémoslo, por tanto, a ver...
CB.No existen estadísticas confiables al respecto, pues se especula que nacen tres o cuatro CBs por cada vez que respiras (aunque eso puede variar de acuerdo a la cantidad de moco y de nariz que tengas); se estima, empero, que la cifra mundial bordea los 100'000,000 (de esta friolera, un exiguo 3% está escrito en el idioma de Cervantes). A todas luces, estamos ante una revolución comunicacional. La gente común y silvestre posee ahora un nicho vacante en la red, independientemente de su sexo, credo, raza, edad o grado de instrucción. En tales términos de equidad, la
web 2.0 (la innovadora concepción de la internet que precipitó la aparición de los CBs y afines) se ha convertido en la entelequia de la libertad de expresión, sin que importe mucho si lo que se expresa es verdadero, hace gracia, es éticamente correcto o, cuando menos, coherente. Dicha revolución, por otra parte, no es guiada todavía por vectores claros: nadie sabe a ciencia cierta qué se supone que debemos hacer con ella o en qué forma repercutirá en nuestra forma de vida a futuro.
A pesar de esta incerteza generalizada, soy un humilde convencido de que la masificación de los CBs constituye una oportunidad de ilimitadas proporciones cuya perspectiva aún si se columbra. Primeramente, emerge con ella la posibilidad de implantar una especie de reporterismo paralelo, totalmente independiente y ubicuo. De esta manera, todos podemos ser corresponsales de la verdad, promoviendo la imparcialidad durante las controversias y las opiniones libres de toda coerción. Segundamente (lo siento, pero esta palabra sí existe), los CBs son canales de fácil y amplio acceso, es decir, alguien en Skopje -verbigracia- tiene las misma infortunada posibilidad de llegar a este sórdido antro que un patita de Fukuoka u otro de Arequipa. Con tal capacidad de difusión, un mensaje podría propagarse con la rapidez y contundencia de la gripe A, sobre todo si se trata de un mensaje con cierto afán de trascendencia. Terceramente (no es broma), aunque en menor medida, los CBs pueden ser utilizados como auténticas proyecciones íntimas. Así, cada quien escribe lo que le venga en gana con el válido propósito de desahogarse u ordenar sus ideas, sin pretender -al menos en teoría- que sus eventuales lectores emitan un juicio valorativo sobre el contenido.
En fin.
Al Fondo a la Derecha ha reabierto sus herrumbrosas puertas (¡después de casi dos años!) a damas y caballeros, propios y extraños, fumeques y no fumeques. Si no sabes nada interesante acerca del autor, bueno... yo tampoco. Parece ser que estudia Psicología en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú), que cumplió 20 años cronológicos (los mentales los cumple el otro mes) el 26 de junio pasado y que se llama Jorge Luis. La finalidad de este espacio o CB (sinceramente, ¿suena ridículo?), su estilo y sus normas han representado un recóndito enigma desde que viera la luz un 21 de noviembre del 2006, en especial para su creador, así que ni le preguntes. En vez de eso, colabora sentándote bien, que al fondo entran cinco. Apéguese, caballero de chompa azul, está vació adelante. Tú también, no te hagas el loco. Esta vez -y esta vez, sí- el viaje va a ser largo. Y turbulento.